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"BODAS DE PLATA": Conmemoración de los 25 años de la Toma y retoma del Palacio de Justicia


Bodas de plata

“Colombianos: las armas os han dado la independencia,
las leyes os darán la libertad”

Santander


Este 6 y 7 de Noviembre en Colombia lloverá. Lloverá como hace 25 años, un noviembre oscuro en el corazón de Bogotá, a las 11 de la mañana con el grito de “viva Colombia” en los oídos de los transeuntes desapercibidos. Después llovió agua y bal
as, balas y agua, una verdadera tormenta de dolor: La catástrofe del Palacio de Justicia.

Los guerrilleros creyeron – a juzgar por el relato de Olga Behar – que entraban en el paraíso; soñaban con salir del Palacio como gobernantes, directamente hacia la casa de Nariño. Una acción desesperada y aventurera, coherente con una concepción del mundo que considera la historia producto de héroes o superhéroes. De otra parte no salieron como gobernantes – los que salieron – sino como carne ahumada y ametrallada. Sólo dos guerrilleras quedaron vivas; una que guardaría para el mundo en su memoria dos noches en el infierno, otra que prolongaría el infierno unos días más en una sala de torturas antes de morir en manos de sus verdugos, en una guarnición del ejército.

Álvaro Fayad, guerrero con mirada ojerosa que había visto tantas muertes, el temido Turco, combatiente radical e instruido, inteligente pero no menos soñador, descubrió una vez bajo una terrible tortura que quién es dueño de su muerte es dueño de su vida. Nada puede doblegar la voluntad humana cuando esta no tiene que perder, ni siquiera, ante la hora final. Con esta técnica de suicidas, un comando de los mejores guerrilleros del M-19 salió a encontrar la desgracia y a “morir de pie”, creyéndose dueños de la victoria. Pero se atravesó algo en el camino: su muerte había sido planeada por otros; no era un suicidio sino un asesinato. El Turco, zorro engañado, cayó en la ratonera y la toma del Palacio de Justicia fue en alguna medida también su muerte y la de su movimiento. Un suicidio planeado y consentido por sus enemigos. Un error político y militar de dimensiones espantosas, históricas.

Pero no nos interesan los superhéroes, sino los inquisidores: vamos a hablar esta vez de la orgía de sangre y barbarie que significó el operativo militar de retoma del Palacio de Justicia. Cómo el gato se complació en cazar al ratón y despellejarlo.

La operación de retoma bautizada "Rastrillo" empezó media hora después de la toma y no escatimó en gastos ni consideraciones de ningún tipo. Marchan en un cortejo asqueroso e inverosímil las imágenes de tanques disparando brutalmente contra el gigantesco símbolo de la justicia colombiana y caminando como monstruos fantasmagóricos por la plaza de Bolívar; los helicópteros semejantes a buitres de chatarra sobre un basural lleno de cadáveres; los bombardeos para “acabar con todo” según la célebre frase de los militares; un roquetazo que produce una inmensa llamarada y después el incendio que recrea las imágenes más dantescas e infernales mientras la noche bogotana se sumerge en un aguacero.

La imagen humeante de ese laberinto, como lo llama algún escritor, no se borrará fácilmente. Salen rostros y cuerpos mutilados, adornados con la más horrorosa y pútrida de las heridas: el miedo, la incertidumbre. Los soldados los patean y los insultan en una larga fila que va desde la boca tenebrosa del laberinto hasta la Casa del Florero, aunque allí van honorables magistrados y empleados. No van guerrilleros: casi todos murieron “de pie” como dijo su jefe Almarales que no quiso rendirse.

La imagen borrosa, difusa, de los civiles y empleados que salieron vivos tampoco se borrará tan fácilmente. Menos cuando después, unánimemente, los mentirosos escuderos de la verdad dirían que nunca salieron, es más, que nunca estuvieron allí. Ni en ningún sitio. Tal vez como dice Rubén Blades, habrá que llamarlos con la emoción apretada por dentro, porque hoy no están ni entre los vivos ni entre los muertos.

¿Puede alguien imaginar tanto horror? ¿Podrá algún día saberse, siquiera pensarse, lo que sucedió en esos dos días dentro de ese templo de lo innominable en llamas? ¿Dónde cabe tanto sufrimiento, tanto dolor humano?

Tal carnaval de sangre y salvajismo, semejante feria del horror y la mentira, verdadera matanza institucional se hizo, como todos sabemos, para defender la democracia, la justicia y la libertad. Una paradoja que recuerda al absurdo de Camus. Demoler la democracia, la justicia y la libertad para defenderla, protegerla ahogándola en sangre. “Un ejemplo para el mundo” dijo en el exterior varios días después el general de las Fuerzas Armadas Rafael Samudio.

Los artífices directos, los responsables inmediatos, marionetas de esta mascarada democrática, fueron unos altos mandos militares y un presidente conservador que gustaba de la poesía. Como el déspota emperador Nerón, que mandó incendiar Roma mientras cantaba versos, Belisario Betancur se encerró dos días en su casa – a dos cuadras del Palacio – mientras escuchaba como estallaban los juguetes letales que sus hombres lanzaban contra el edificio en llamas en el que había atrapados más de un centenar de seres humanos, para destruir cualquier vestigio de vida mientras el país clamaba, imploraba un diálogo, una palabra que frenara esta avalancha de irracionalidad. No hubo palabras – el silencio es una postura frente a los hechos que dice más que las palabras – ni siquiera para sus iguales magistrados que llamaban desesperadamente y pedían que el ejército cesara el fuego, pedían al menos una alocución del Presidente de la República. Presidente poeta que olvidó que la palabra es precisamente el oficio de los poetas.

Hubo en cambio, un lenguaje refinado conocido por los cuarteles, las trincheras y los pelotones. El lenguaje del asesinato premeditado, hablado por los mandos militares que se satisfacían en este fangal de cuerpos inertes. Estos otros responsables – Edilberto Sánchez, Jesús Armando Arias Cabrales, Alfonso Plazas Vega y el general Rafael Samudio – se dieron a la tarea de violar sistemática y minuciosamente todo el supuesto ordenamiento jurídico y legal sobre el que se “funda” el estado colombiano. Empezaron por bombardear indiscriminadamente un recinto colmado de civiles, terminaron destruyéndolo totalmente y modificando grosera y burdamente el escenario de su matanza. No ocultaron evidencias, como erróneamente dice la Comisión de la Verdad, simplemente se burlaron de las conciencias limpias parados sobre las ruinas de lo evidente e inocultable: la masacre del Palacio de Justicia. Desconocieron los más mínimos protocolos y normas; torturaron civiles sobrevivientes; desaparecieron guerrilleros, funcionarios y magistrados; ejecutaron a sangre fría dentro y fuera de la edificación; gobernaron a sus anchas durante dos días, como saben gobernar los militares: iguales a hienas heridas y acorraladas. Hasta entonces habían guardado mínimas apariencias, desde aquello se muestran y revelan con su rostro más claro y diáfano, que tiene los rasgos de la impunidad y la injusticia.

Injusticia. Porque aquello era lo que se consagraba, ahora si en serio y delante todo el mundo, en ese paisaje de una noche y dos días lluviosos de noviembre de 1985. Siempre nos habían dicho que la democracia es la realización de la justicia, la libertad y la igualdad. Una falacia, un absurdo que se niega a sí mismo cuando se lleva hasta sus consecuencias más extremas y nefastas. El verdadero rostro de la democracia colombiana huele a pólvora y a carne quemada.

Se conmemoran por tanto las Bodas de Plata de la democracia. Una democracia cruel y feroz que se bombardea a sí misma, mientras despelleja a su pueblo. 25 años del holocausto. Lo que más asombra hoy a los liberales, demócratas y limpias conciencias, es que tales cosas puedan suceder por fuera de los libros y las ficciones. Pues en Colombia suceden, no en contra sino a costa de la realidad.

Este matrimonio incestuoso y asesino es culpable de más de un centenar de muertes y más de una decena de desapariciones en el Palacio de Justicia; Belisario Betancur, Armando Arias Cabrales, Alfonso Plazas Vega, Rafael Samudio, Miguel Vega Uribe; orgía de matones, oligarcas y torturadores, han pasado impunes este cuarto de siglo gozando de una vejez tranquila. Como Pinochet, Laureano Gómez o George Bush, morirán probablemente de viejos los que quedan. Sin embargo cargan al menos con una condena: la historia no oficial, la de los corrillos y los callejones oscuros, de los patios de los sindicatos y las universidades públicas, la de las novelas y los relatos, es decir la historia verdadera, al unísono ha dado su veredicto; son los responsables directos, los ejecutores del crimen. Son los defensores de la democracia, una impúdica con muchas arrugas y vergüenzas malolientes.

Para ellos no llegará la justicia. No será así porque la hayan asesinado en Noviembre de 1985, como creen algunos, durante el bombardeo del Palacio. No llegará simplemente porque ni ahora ni entonces ha existido.

Esperamos y esta es nuestra batalla, que NUNCA llegue el olvido. Esos dos días que fragmentan la historia colombiana deben ser recordados, para que nadie diga después que un 6 y 7 de Noviembre, bajo la lluvia bogotana, no pasó nada en la Plaza de Bolívar llena de lágrimas y muertos.


CAMILO DE LOS MILAGROS

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