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El País de la Paloma


Cuando Cristóbal Colón llegó a estas tierras en el cuarto de sus viajes se presume que desembarcó en el Cabo de la Vela, lo que hoy es el desierto de la Guajira. Además de todas las mentiras que contó en sus escritos y del legado trágico de barbarie civilizadora que sembró en este continente, Colón nos ha dejado algo más, nos ha legado el nombre de la nación que habitamos.

El lector debe tener cuidado, porque nos encontramos ante una enorme, absurda y estúpida paradoja histórica: Colombia debería significar, etimológica y literalmente, el País de la Paloma; y en un sentido más metafórico, el país de la paz y la conciliación.

El vocablo castellano Paloma se ha derivado de Palumba, un término del romance o latín vulgar hablado en la península ibérica en la temprana edad media. Tiene parentesco con los vocablos gallego - portugués Pomba, el rumano Porumbel y el albanés Pellumb. Palumba, que más o menos quería decir “paloma torcaz”, proviene a su vez del latín culto Colŭmba, que es la antigua denominación latina clásica para este animalito. De esa palabra se han derivado a su vez todas las acepciones en lenguas romances para referirse a las palomas o sus relacionados: Colombe (francés), Colomba (italiano) Colom (catalán), y acepciones semejantes en otras lenguas, como Golob (esloveno), Golomen (galés), Cholúr (irlandés) o Galamb (húngaro).

Ese era el nombre de nuestro primer conquistador y verdugo: Cristobulus Columbus. Ese es hoy nuestro nombre, algo de lo que uno no puede separarse, como la sombra, como el pasado.

También por la prolijidad con que las palomas se reproducen y pueblan nuestros tejados, las terrazas de los edificios o las innumerables plazas y parques de nuestras ciudades, nuestro país es el país de las palomas. Siendo niño, recuerdo un titular en los noticieros que anunciaba con preocupación cómo alguien estaba envenenando las palomas que abarrotaban la plaza de Bolívar de Bogotá. Los sucios animalitos aparecían muertos por decenas en los desagües y las aceras, y la matanza de palomas fue noticia nacional junto con las continuas matanzas de campesinos que el estado colombiano toleraba (y propiciaba) en alguna zona rural. La noticia de esas matanzas amargó mi infancia, así como la de millones de colombianos.

¿Cómo definir la violencia en Colombia? ¿Cómo dar una explicación racional al más irracional de los comportamientos humanos? Evidentemente, cualquier explicación criolla no pasará de ser algo más que una especulación, porque como muchas otras cosas, la violencia no es un fenómeno que nos pertenezca en exclusivo. Pero aunque no es exclusiva de nosotros, si nos define y nos identifica, y eso ya es algo atípico; además, nos identifica con la doble moral de negarla en las palabras y afirmarla en los hechos a cada paso, repitiendo la paradoja de las palomas que se ostentan en los símbolos institucionales, en los discursos de los gobernantes y las clases dominantes, en las desmovilizaciones de los alzados en armas.

Hay otra estúpida paradoja etimológica en la semejanza de Colón con Colono, palabra latina que traduce “el que labra la tierra”. Como es sabido, la empresa que Colón inició no se caracterizó mucho por labrar la tierra, sino al contrario, por destruir las prosperas economías agrícolas de los pueblos indígenas. El modelo de colonización español en América estuvo ligado durante siglos a la extracción del oro y otras materias primas. Lo que si sembraron fue desequilibrios, contradicciones, deformaciones sociales y culturales. En suerte nos quedó a nosotros, la más desequilibrada de todas las nacientes repúblicas que se sacudieron el dominio español en el siglo XIX, heredar ese crisol de oposiciones y deformidades, de brechas y abismos profundos.

Como las palomas que pueblan las plazas de generación en generación, luego del presumible desembarco de Colón en la Guajira se han ido reproduciendo con una recurrencia escalofriante, de generación en generación, signos, señales oprobiosas de la violencia; imágenes que han acabado por instalarse cómodamente en nuestra memoria: de los primitivos cepos a las picanas, de la espada al machete y de allí a la motosierra, del mosquete y la lanza a la carabina, y luego al fusil, de la quema de ranchos y cosechas de entonces a la de ahora que se moderniza con fumigaciones y bombardeos.

Desde entonces la violencia no nos abandona, en una combustión continua que además se agrava cada cierto tiempo con oleadas generalizadas. Por lo menos cinco oleadas generalizadas de violencia ha conocido nuestra nación después de la conquista: la colonia con sus sublevaciones y represiones, la independencia, las guerras civiles del siglo XIX y la violencia bipartidista, que desemboca en la oleada actual. Cada oleada representó unos intereses concretos y resolvió contradicciones de su tiempo: en el mejor sentido de la palabra, la violencia ha sido la partera de la historia colombiana, o en un sentido negativo, la historia colombiana no ha hecho otra cosa que parir violencias.

¿Por qué Colombia es el país más conflictivo de América y uno de los más violentos del mundo? Pues como nadie puede ocultar su nombre, su marca, nosotros le debemos a la llegada de Colón no sólo las palomas domésticas que habitan nuestros parques, sino sobre todo el nombre de nuestra nación y ese crisol de deformidades y contradicciones que han hecho de Colombia uno de los países más diversos y complejos del continente.

Esta tesis puede ser engañosa y metafísica si se limita a culpabilizar a Colón y obvia el sistema social que se fundó con su llegada; parecida a la otra tesis que explica la violencia con el asesinato de Gaitán, una suerte de suceso trascendental – ¿mitológico acaso? – desde el cuál todo ha cambiado irremediablemente (así lo explicaban mi abuelito, pero todos sabemos que la violencia bipartidista había empezado incluso antes que mataran a Gaitán y por eso este había organizado la famosa “marcha del silencio” que llenó la plaza de Bogotá y espantó las palomas por un rato)

Pero cuidado con esta explicación metafísica porque la culpa no es sólo de Colón: nosotros somos, con gusto o no, sus hijos y continuadores, no en vano llevamos su nombre. Bolívar decía que “somos el compuesto abominable de los tigres cazadores que vinieron a la América a derramarles su sangre y a encastar con las víctimas antes de sacrificarlas”. Y Bolívar fue uno de esos tigres que hoy visten de palomas.

He aquí el enrevesado problema de nuestra identidad. Explicar esto merece una metáfora: llevamos su nombre, pero él fue nuestro verdugo; somos algo así como los hijos de una violación, heredando la tradición política, económica y cultural de las potencias que nos ultrajaron por trescientos años, sin embargo, sin dicho ultraje sencillamente no existiríamos. En eso consiste el origen – violento – de nuestra nación, y la crisis de identidad que significa llevar el nombre de nuestro verdugo. Llevar su nombre significa además, ser herederos de su cultura, que es propia y es ajena a la vez.

Claro que, aun cuando hablemos la lengua de nuestros esclavizadores, hayamos adoptado su religión y sus instituciones, tampoco somos del todo como ellos, y para eso basta mirarnos las caras. Una deformidad más en el panorama americano, una nación que se ha quedado a medias entre el legado occidental impuesto brutalmente y el pasado indígena y africano del que nos enorgullecemos pero que objetivamente hemos destrozado, ocultado, menospreciado y excluido por siglos.

Eso somos, un desequilibrio de medio milenio en la historia, los hijos de una violación, de un suceso horrible que comienza con la llegada de las palomas. Un país así nunca podrá renunciar a la violencia. Por eso es que la obra de García Márquez, nuestro principal exportador de cultura e identidad, está atravesada completamente de sincretismos y de asesinatos. Por eso es que la Cumbia, nuestro género musical más difundido en el extranjero, semeja en su baile los pasos de esclavos negros encadenados. Por eso es que los héroes de nuestro país han sido, guerrilleros como Camilo Torres para la izquierda, perros rabiosos como Laureano Gómez y Álvaro Uribe para la derecha; o víctimas de asesinatos como Bernardo Jaramillo y Gaitán, a quién le endilgan la culpa de todo lo que vino después del 9 de abril de 1948.

¿Qué sería de los colombianos sin las muertes violentas? ¿De qué hablarían los periódicos? ¿Sobre qué escribirían los escritores o los pensadores? ¿Cómo serían de aburridos los noticieros o las libros de Mutis y García Márquez, las canciones populares, el mediocre cine nacional o las telenovelas? ¿Cómo redistribuiríamos la riqueza, sin robos, sin asaltos, sin estafas? ¿Qué podrían decir de nosotros en el extranjero, acaso que siempre tenemos una sonrisa en la cara a pesar de la miseria y la degradación? ¿Acaso que llevamos la creatividad a flor de piel?

Me atrevo a decir que la violencia es el principal componente de nuestra identidad, es nuestro estilo de vida, nuestra herramienta social para la resolución de cualquier cosa. En uno de los países con los peores índices de desarrollo científico de América, la tecnología militar – del establecimiento o de la subversión – resalta como claro ejemplo de la “recursividad” de los colombianos. Uno de los avances técnicos más importantes de la última década han sido los submarinos clandestinos made in Tumaco con los que exportamos cocaína e importamos fusiles.

En Colombia se han desarrollado complicadísimas técnicas y estrategias de insurgencia – o contrainsurgencia – durante cinco décadas, métodos de violencia urbana sin casi precedentes en el mundo, tecnologías de criminalidad y delincuencia que se exportan con éxito a otros países, y los colombianos deberíamos estar orgullosos de eso, así como nos enorgullecemos de las novelas de García Márquez, de la Cumbia o en general de nuestra “identidad” que es fruto de la esclavización y exterminio de los indígenas y africanos.

La violencia no es solamente un residuo social como a veces se la explica de manera reduccionista, una simple consecuencia del orden de contradicciones políticas, económicas o culturales, sino que parecer ser estructural a toda nuestra sociedad. Transversaliza todo, todo lo invade, es consustancial a la realidad colombiana, no sólo es producto de la realidad social colombiana sino que contribuye en gran medida a producir dicha realidad. Fue la violencia brutal y desembozada la que convirtió al país en una nación de grandes ciudades. Fue la que reemplazó cultivos por ganaderías y concentró (aun más) la tierra. Fue el mecanismo de presión de los partidos políticos antes y después de elecciones. Es el mecanismo de cobro más eficaz, utilizado por los agiotistas y los mafiosos o por los bancos y corporaciones.

¿Por qué todos se visten de paloma, si todos sabemos que nuestra forma esencial de arreglar las cosas es a la brava?

Sin embargo estas opiniones no pasan de ser un discurso disidente y políticamente incorrecto e incorregible en un país donde hablar de guerra es pecado mortal, y la anhelada e inalcanzable “paz” se ha hecho también otro pedacito de identidad en honor a nuestro nombre de palomas. Todos tratan a la violencia como una prostituta, usándola indiscriminada y solapadamente para sus fines. Todos, absolutamente todos los bandos en conflicto y los grupos de poder se han vestido de paloma en algún momento para hablar hipócritamente de paz, mientras se han hecho la guerra sucia y rastreramente. Lo han hecho todas las guerrillas que a veces hacen actos en donde dejan salir volando palomitas al cielo, todos los delincuentes y lo han hecho todos los gobernantes en sus discursos y campañas donde la “paz” ocupa un lugar privilegiado desde 1948, curiosamente estos últimos, que han lanzado de la mano yankee la peor y más nefasta ofensiva militar que el continente haya visto en el último siglo.

Tampoco es extraño que se le niegue a la violencia el lugar que objetivamente ocupa en nuestra realidad. Esa no es más que la continuación de la estúpida paradoja.

Pero la realidad acaba por imponerse, aunque suene redundante, violentamente. Mordaz y humillante. Después que las palomas que ensucian el basurero parlamentario y los palomillos que compiten por el poder en las elecciones cantan victoria sobre los resultados pacificadores de la última década, la paz perpetua de la que hablara irónicamente Kant y que ha sido panacea en nuestro país (es decir, la paz de los cementerios) parece más lejana que nunca. El país asiste fiel a su composición social, a su historia e identidad, a una nueva guerra sobre las carroñas de la última que ha durado medio siglo. Librada contra enemigos cada vez más difusos y recónditos, que brotan como las ratas de las alcantarillas, desde el fondo de las grandes ciudades, las reglas y dinámicas de esta guerra que oímos y vemos a diario en las calles de nuestras urbes no parecen estar muy claras. Esa será la próxima violencia, vestida de tenis en lugar de botas pantaneras y de gorras a la moda en lugar de sombreros campesinos.

Los hijos de los campesinos antioqueños, es decir, los muchachos de los barrios pobres de Medellín, ha comenzado a darnos una muestra de lo que estoy tratando de explicar: hace un tiempo se vivió la noche más violenta de la ciudad en muchos años, con 54 muertos en pocas horas. Una anécdota de la ciudad cuenta que en la primera década del siglo XX hubo un asesinato en la joven villa y el cura encabezó una procesión que repudiaba el hecho: no pasaba nada especial, simplemente el tejido social de la villa apenas naciente comenzaba a desgarrarse.

Que la sangre siga corriendo y las palomas volando; las matanzas no parecen tener fin pero eso no importa, porque como dice la escritora India Arundhati Roy, en este mundo del álgebra de la justicia infinita “la guerra es paz”, y aunque exhibamos los índices de desigualdad más altos de la región y por consecuencia los resultados brutales que ello provoca, todavía el congreso de la república no ha tenido la majestuosa idea de cambiar el nombre del país, entonces tranquilo todo el mundo porque seguiremos siendo literal y metafóricamente Colombia, “el país de la paloma”.


CAMILO DE LOS MILAGROS

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