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Lo que realmente duele

LO QUE REALMENTE DUELE


Por

Josef K

(…) que se pinte de obrero y de campesino, que se pinte de pueblo, porque la Universidad no es el patrimonio de nadie y pertenece al pueblo (…) la Universidad debe ser flexible, pintarse de negro, de mulato, de obrero, de campesino, o quedarse sin puertas, y el pueblo la romperá y él pintará la Universidad con los colores que le parezca.

Ernesto “Che” Guevara

Discurso al recibir el doctorado honoris causa

de la Universidad Central de las Villas

el 28 de diciembre de 1959

No es la Ley 30 o su reforma. Al fin y al cabo llevan tantos años imponiéndonos leyes injustas que ya he ido perdiendo la sensibilidad a los golpes que las normas traen consigo.

Tampoco que la actual Ministra de Educación sea una simple empresaria salida de la Cámara de Comercio de Bogotá y que de educación realmente no sepa nada. De todos modos, en este país siempre se ha manejado la educación como un negocio más y sus directivos nunca han sido cosa distinta de gerentes que han buscado minimizar los “riesgos” financieros, aunque se hayan disfrazado en ocasiones con el título de educadores.

Ni siquiera que el Gobierno, en una vil y traicionera puñalada al pueblo colombiano, haya estado transmitiendo a través de los medios masivos un comercial en el que trata de embusteros a los estudiantes que han protestado contra sus políticas deplorables. ¿Cuándo se ha visto que un Gobierno en Colombia no trate a los movimientos sociales de mentirosos y terroristas?

Sepan, sin embargo, que me dolió profundamente, quizás como a pocos, el asesinato de Jan Farid Cheng Lugo hace pocos días, cuando comenzábamos a embarcarnos en una lucha por un país mejor, un país que debe construirse con base en una educación al servicio de las grandes mayorías populares y no al servicio de unos cuantos empresarios, colombianos y extranjeros, que buscan enriquecerse aún más a costa de la pauperización del trabajo docente o de la sangre derramada por los estudiantes que ven posible la realización de un mundo diferente.

Me dolió igual o más que cuando supe de las muertes de Julián Hurtado, Jhonny Silva o Nicolás Neira, quienes siguen tan vivos en mi corazón como una llama inextinguible. Su memoria permanece firme en mi cerebro porque, como dice la consigna, “el que murió peleando, vive en cada compañero”. Porque nuestros compañeros solo mueren si olvidamos su lucha.

Pero no fue todo eso lo que más me dolió. Lo que más me dolió, lo que más hirió mi espíritu, lo que más rasgó mi alma e hizo sangrar mi corazón fue la insensibilidad que mostraron mis compañeros, tanto profesores como estudiantes, ante la universidad ocupada por la bota militar. Lo que más me dolió fue que permanecieran impasibles, sentados cómodamente en sus casas frente a sus televisores o dispositivos de última tecnología, como si la profanación por las armas de nuestro campus les valiera tanto como un cero a la izquierda.

Lo que más me dolió fue que tantos creyeran ciegamente a la propaganda oficial, según la cual el ejercicio del derecho a la educación consiste en encerrarse en un aula a estudiar la materia desde la abstracción (vaya contradicción) y corrieran a refugiarse en oscuras ratoneras fuera de la universidad para poder completar unas notas que el día de mañana, cuando la privatización se haya cernido por completo sobre la vida universitaria, no les servirán para viajar ni a la vuelta de la esquina.

Lo que más me dolió fue encontrar la mayor soledad jamás vista en el campus, en un momento en que se hubiera esperado a miles de estudiantes, docentes y trabajadores aglomerados a las puertas de la universidad, exigiendo con justicia su reapertura y la retirada incondicional e inmediata de las Fuerzas Armadas del mismo.

Lo que más me dolió fue ver tan tranquilos a unos despreciables seres uniformados de verde sentados en la cafetería donde históricamente hemos deliberado sobre el futuro y presente de nuestra universidad y de la patria en la que nos correspondió nacer. Una patria que todavía no se rinde y que busca la definitiva independencia de los poderes infames que la tienen sumida en la miseria. Una patria de la que es nuestro deber histórico desterrar al terror del régimen, personificado en esos brazos represores que solo encuentran descanso cuando descargan su furia con un bolillo o con granadas de aturdimiento o con gas pimienta o con gases lacrimógenos sobre el pueblo al que juraron defender.

Lo que más me dolió, sin duda alguna, fue verme abandonado por mis compañeros (exceptuando a unos cuantos) a las puertas de la universidad, cuando los esbirros del Estado terrorista me exigían carné y una carta firmada para poder entrar al que considero mi hogar por encima de mi propia casa. Verme abandonado por mis compañeros cuando se me exigía identificación para ingresar a lo que le pertenece por derecho al pueblo y que por lo tanto debería permanecer siempre con las puertas abiertas.

No sé ustedes, pero yo me pienso una universidad mejor. No sé ustedes, pero yo me pienso un país mejor. Uno donde mis hijos puedan estudiar en una universidad pública, más y mejor de lo que lo hice yo y no donde ellos se tengan que lamentar porque su padre no tuvo las agallas para luchar por lo que le pertenecía a su pueblo. No sé ustedes, pero a mí me aterra que hayamos perdido la capacidad de asombro ante los actos oprobiosos y fascistas de la dictadura constitucional, esa democracia de papel en la que vivimos, cuando para proteger sus intereses recurre a la intimidación del pensamiento crítico vía militarización de los claustros universitarios. No sé ustedes, pero a mí me importa esta universidad, me importa nuestra educación y me importa nuestro país y no solamente para votar por paro en un momento de euforia, sino para luchar por ellos hasta las últimas consecuencias. Porque, parafraseando a Jaime Garzón, si nosotros los jóvenes no luchamos por nuestro país, nadie, pero nadie, va a venir a defenderlo por nosotros.

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