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PÓLVORA


Las callejuelas de los arrabales más sórdidos, de las barriadas más sucias y desordenadas, se llenan de niños mugrosos que corren de un lado al otro iguales a manadas intempestivas e imprudentes, reventando papeletas y tacos, con una melodía acompañante mezcla entre Rodolfo Aicardi, rancheras de dudosa nacionalidad, Vallenatos y Bachatas caribeñas. Los barrios del Río, con sus casas viejas de teja en barro que se vierten por los barrancos al costado de la Ciudad, las invasiones entre quebradas y basureros, el barrio Berlín con su arquitectura centenaria y descascarada, los tugurios de Villa Santana de casas entristecidas y faldas grises, todos los retazos de pobreza que rodean nuestra Ciudad asisten a una ceremonia ensordecedoramente popular en diciembre: la pólvora.

–Unas tías mías, edulcoradas y aristocráticas, que olvidaron deliberadamente que todos sus antepasados por línea directa hace apenas tres o cuatro generaciones tenían barro entre los pies descalzos y andaban enruanados arriando mulas por las montañas, odian la pólvora como la manifestación más pura de la vulgaridad y populachería–

El delirio ruidoso e imponente de la pólvora invade lentamente la ciudad desde los primeros días de diciembre, con estallidos aislados y pequeños brotes. He aquí que un volador se alza al cielo en una tarde cansada con su llamarada ondulante desde alguna colina atestada de casitas color ladrillo, he aquí que una “culebra” traquetea juguetona varias calles más allá, en algún punto donde el olor de la marihuana y la natilla se comen con vísceras fritas y sopa de hueso. Un grupo de pequeños mocosos que sortearon los correazos paternos prende fuego a una carga de tacos bajo la puerta del vecino más cascarrabias, el más evangélico y amargado o el que más detesta la pólvora; el estallido sacude la casa por dentro y los mocosos huyen en tropel y algarabía entre algún recoveco estrecho y oscuro propio de los barrios populares.

A fines del mes el comercio ilegal de pólvora anega las calles: se trafica con bengalas de tonalidades boreales, inocentes velitas mariposas capaces de hacer llagas purulentas cuando se apagan contra la piel fresca, sirenas que aúllan, totes de fósforo blanco muy venenosos de toxicidad altamente mortífera, voladores grandes y pequeños, papeletas y tacos con poder para destrozar hasta una mano, churrillos que siempre se vuelven amenazantes contra quien los lanza, culebras de explosiones infinitas e intermitentes rematando en una descarga estremecedora, cohetes sibilantes, volcanes de chispas mágicas ensoñadoras. También se inundan de niños los pabellones de quemados en los hospitales; uno que amputó sus dedos, otro que ha quedado ciego, una niña con quemaduras de tercer grado en gran parte de su cuerpo, un improbable caso de paseante que ha recibido clavado en su cabeza desde las alturas el tronco de un volador apagado como flecha injuriante. La televisión se inunda de discursos, de precauciones y de “operativos” policiacos navideños, inútiles, para apagar la fiebre de la pólvora que sacude e incendia la ciudad.

Peculiar tradición esa, que no sabemos si viene de la China, del Oriente Próximo o de los festejos navideños occidentales que contaminaron nuestras celebraciones con efigies de un viejo desabrido de barbas blancas como decía el maestro Luis Carlos González.

El último día del mes, poco antes de media noche, la ciudad se desborda en un único estallido que la ahoga desde todas sus periferias, desde sus márgenes y marginalidades e incluso desde su corazón podrido y alucinante: miles de cargas de pólvora de diferentes procedencias, colores y potencias explotan arrojadas a las calles por miles de seres frenéticos y alucinados como la realidad que los circunda, miles de cohetes y voladores remontan los cielos en una batalla pérdida colmando de luces efímeras los rasgos de esta guerra sin bandos. Es difícil comprender la esencia de tal bacanal de las quemaduras y las detonaciones que acompañan la muerte del año que se va. El sonido de los voladores, las culebras y las papeletas, idéntico al de la metralla, los bombardeos y los tiros de gracia, sirve junto a los chorros y cascadas de licor, junto a las ollas hartas de marrano frito y las canciones de Buitraguito y Pastor López, para conjurar una mentira enorme y despampanante como las luces de bengala: el año que llega será mejor.

No podría soportar nadie el fardo de sus suplicios si no creyera – aun cuando sólo sea un poquito – en esa mentira cada año, si no renovara el ciclo vital en un desenfreno báquico de caracteres brutales. El olor de la pólvora y la carne quemada adquiere en diciembre un sentido diferente sin sus implicaciones políticas, sociológicas e históricas, enmarcado simplemente en el carnaval navideño del derroche y la renovación: la época “más bonita del año”. De este modo nuestro pueblo asfixia con el ruido estridente de la pólvora y con sus luces ilusorias el peso de la vida, de la miseria cotidiana. Necesita decir que todo va a cambiar tapando violentamente, brutalmente, con las descargas de los tacos el rumor odioso y doloroso de su olvido permanente, de su opresión punzante y agobiante.

Que exploten las bengalas, pues al menos un día al año hay derecho a tomar el cielo por asalto y hacer oír a todos el ruido furibundo y travieso de nuestras borracheras, la detonación delirante de nuestra alegría que olvida, en el instante fugaz en el cual un torrente de chispas alcanza la noche, que todo año que llega es desdichadamente peor, con su miseria, su opresión, su lamentable olvido.


CAMILO DE LOS MILAGROS.

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