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LA DIGNIDAD PROFESORAL

Dos horas de deliberaciones en la Asamblea de profesores del pasado lunes en la tarde no fueron suficientes –al menos no para mí- para sacar una conclusión diáfana respecto a lo más adecuado frente al cometido de decidir la suerte del semestre de los estudiantes a mi cargo. Una vez terminada la reunión y ya enfrentada a la disyuntiva de tomar una decisión, tuve claro que cualquier cosa que hiciera estaría mal pues igual podría perjudicar a uno u otro de los actores involucrados; así que no tuve otro remedio que mediar entre mi consciencia y la ley. Seguro no tomé la mejor decisión, pero la tomé concienzudamente –hasta donde se puede emplear una palabra como esa en una situación como esta- y puedo dar cuenta de ello, lo que me da cierto respiro. No obstante, creo que cometí injusticias, y me persigue una suerte de incomodidad que sé que muchos otros docentes comparten, y que puede definirse como la discordancia entre lo que uno considera correcto y lo que se siente forzado a hacer. Así, con el principal propósito de sacudirme esa incomodidad, intentaré primero que todo visibilizar el nudo de la cuestión.

Debo empezar por señalar que cualquiera que tenga claro porqué llegó a ser docente, y comprenda la responsabilidad de tener a su cargo la formación moral e intelectual de un sector de la sociedad, comprende también el papel que en esa tarea formativa juegan –por ser garantes de todo lo demás- el respeto y afianzamiento de las instituciones democráticas; entre las cuales, el derecho a la protesta pacífica se considera el mecanismo privilegiado para el avance de causas comunes. Y aquí es donde el asunto comienza a empantanarse. Pues como docente, esto es, como profesional responsable de la formación ciudadana de las nuevas generaciones, uno siente que lo mínimo que debe hacer ante esa manifestación de soberanía popular –independientemente de que avale ó cuestione sus reivindicaciones- es respetarla irrestrictamente.

No obstante, lo que casi sin excepción los docentes de la UTP nos vemos obligados a hacer en estas circunstancias, es justamente lo contrario. Como si la protesta no existiera y los profesores no tuviéramos criterio, la Administración –amparada en los términos de un contrato- solicita convocar a los estudiantes a clase y dictarla así sea a un único estudiante: “la defensa del derecho a la educación” se dice. Aparentemente se trata de respetar los derechos de todos: el derecho a la protesta de los que están en paro, el derecho de los que quieren seguir estudiando como si los que están en la protesta no quisieran, el derecho al salario de los docentes, en fin, la feria de los derechos.

Y para la custodia de todos esos derechos individuales se tiene al docente, especialmente si es transitorio ó de cátedra, especialísimamente estos últimos, que contractualmente no tienen cómo acreditar labores de investigación y extensión que justifiquen su salario al margen de las asignaturas dictadas. Ellos
serán los garantes de que las clases se den dentro de la mayor normalidad posible, pues de que cumplan esa tarea dependerá su próximo sueldo: “realicen informes semanales de cómo van sus clases”, “reporten el número de estudiantes asistentes”, “actividades”, en fin, hagan lo que minuciosamente se les pide hacer para que el anhelado pago llegue a sus cuentas bancarias a fin de mes, “corran por sus salarios” dice socarronamente la instrucción. Lo que como docentes ustedes consideren sobre el paro no importa, su apreciación de la situación es insubstancial; su función política y deliberativa dentro de la universidad ha sido anulada en virtud de su contrato.

No importa que se esté obviando el artículo 18 de la Constitución que protege la libertad de consciencia, porque es como si de repente se hubiera atrofiado nuestra facultad ético-política y con ello hubiera dado al traste la misión democratizadora que abrazamos el día que decidimos convertirnos en educadores. Nos hemos transformado en docentes desprovistos de capacidad crítica. Y sin embargo… al tiempo que lo digo, yo misma no creo que los dos términos de este enunciado puedan coexistir; porque no se puede ser educador y al mismo tiempo haber renunciado a la capacidad crítica. Abrazar la docencia como profesión implica estar dispuesto a la autoevaluación, al examen juicioso, a la objeción razonada. La apertura al diálogo y a la exploración de nuevos paradigmas constituye la esencia misma de la educación y lo que realmente uno aprende de sus maestros. El resto es información. Un docente ejerce -lo sepa ó no- un liderazgo positivo ó negativo dentro de sus estudiantes, y aquí, es donde la cuestión parece más crítica; porque si tan fácilmente cedemos a lo que se pretende de nosotros –pasando por encima de nuestras propias convicciones- porque nuestro salario está en juego ¿Cuál es entonces el tipo de mensaje que estamos dejando en los estudiantes que semestre tras semestre tenemos el encargo de formar? ¿Les estamos enseñando acaso qué con el dinero que se paga nuestro tiempo se compran también nuestras opiniones, convicciones y determinaciones? ¿Qué el empleo hay que defenderlo a cualquier precio? ¿Que cada uno pelea por lo suyo y sálvese quien pueda, para que en su día ellos repitan este esquema descorazonador en su propio entorno laboral y social? Si esa es la consigna -y mucho me temo que en la práctica funciona así- entonces no hemos entendido nada sobre la dignidad de la profesión docente, y ese título no nos pertenece.

Ese es el nudo en el que estamos atrapados. La mordaza del salario nos está impidiendo ejercer nuestra tarea docente en toda su verticalidad, afectando nuestra dignidad profesional. El problema no es nuevo para nadie, lo que está por verse es la solución. Es difícil ser ético cuando se tienen comprometidos los medios de subsistencia, pero es aún más difícil ser educador cuando se tiene comprometida la dignidad. Por esta razón, es un imperativo para quienes aspiren a mantenerse en la labor educativa y vivir decorosamente de ella, empezar por exigir que se respete la dignidad de la profesión docente, esto es, la autonomía del cuerpo profesoral en su dimensión ético-política; de modo que cualquier docente –en cuanto sujeto capaz de juicios morales- tenga el derecho de evaluar soberanamente la legitimidad de la protesta estudiantil y de autodeterminarse en consecuencia, lo cual podría implicar abstenerse de dar clase por el tiempo que dure el paro, sin que esto afecte su salario. Ello quizás implique otra forma de contratación dado que la cátedra está diseñada para el riguroso reconocimiento de las horas de clase efectiva. Seguramente se requieren reformas que garanticen la protección de esos derechos; la ley no debe servir de excusa para usar la dignidad de las personas, y mucho menos en una institución educativa donde el respeto por las libertades individuales no está en discusión.

Sólo así podrán construirse los cimientos de una verdadera cultura democrática al interior de la Universidad al forzar a los diferentes actores a la exposición pública de sus pretensiones sin excusarse en otros para evadir la confrontación. Los profesores –tengamos el tipo de contrato que tengamos- no somos zepelines para derribar paros y las directivas de una institución educativa de carácter público deben atender al ethos dialógico de la institución que comandan, y responder al diálogo frontal y transparente que su cargo les exige.

Así, respetados colegas, los invito a que no corramos más por el salario, mejor hagámoslo por nuestra dignidad y por la dignidad de la sociedad a la que pertenecemos; pues ya que tanto se blanden las banderas del desarrollo, hay tener claro que el primer y más importante desarrollo de una sociedad está en el reconocimiento de las libertades y derechos de todos sus miembros.

MARTA A. RESTREPO
Docente Catedrática Departamento de Humanidades 

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